“
Hacía
tiempo
que
había
dejado
el
pincel.
Era
demasiado
psicológico.
Pintaba
con
rodillo,
más
anónimo,
intentando
crear
una
distancia
–al
menos
una
distancia
intelectual,
sin
variación‐
entre
el
lienzo
y
el
yo
durante
la
ejecución.
Ahora,
como
en
un
milagro,
el
pincel
regresaba
pero
esta
vez
con
vida
propia.
Bajo
mi
dirección,
la
carne
misma
aplicaba
el
color
a
la
superficie
con
precisción
perfecta.
Podía
permanecer
a
una
distancia
exacta
X
de
mi
lienzo
y
así
dominar
mi
creación
de
forma
continua
a
lo
largo
de
toda
la
ejecución
(…).
De
esta
manera
permanecía
limpio.
No
me
ensuciaba
con
el
color,
ni
tan
siquiera
la
punta
de
los
dedos.
La
obra
se
acababa
a
sí
misma
enfrente
de
mí,
bajo
mi
dirección,
en
total
colaboración
con
el
modelo.
Y
yo
podía
saludar
su
nacimiento
vestido
con
esmoquin
(…).
Mediante
esta
demostración,
o
más
bien
técnica,
quería
rasgar
el
velo
del
templo
del
estudio
y
no
esconder
nada
de
mi
proceso”.
Yves Klein
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